Tras haber relatado el mito de Theuth, el dios egipcio
inventor de las letras, Socrátes se dirige a Fedro con estas palabras: «según
se dice que se decía en el templo de Zeus de Dodona, las primeras palabras
proféticas provenían de una encina. Pues los hombres de entonces, como no eran
sabios como vosotros los modernos, tenían tal ingenuidad que se conformaban con
oír a una encina o a una roca, sólo con que dijesen la verdad. Sin embargo,
para vosotros la cosa es diferente, según quién sea el que hable y de dónde.
Pues no os fijáis únicamente en si lo que dice es así o de otra manera». ¡Qué
ingenuos aparecen los antiguos ante los avispadillos modernos! Porque no es lo
mismo que los recortes los haga mi partido que el contrario, no. Ni que sea de
los míos o de los otros quien dice que la enseñanza está hecha unos zorros.
Es lo que tiene el invento de Theuth. Porque hay,
fundamentalmente, dos formas de leer un texto. En una de ellas el lector se
esfuerza por desentrañar el contenido del escrito, qué ideas se defienden, si
se transmiten como mera afirmación o como fruto de una argumentación y
cuestiones de ese tipo. Hay otro modo de lectura en la que el texto aparece
como mera excusa, como pretexto, para exhibir los prejuicios del lector: al
final (e incluso desde el principio) no sabemos apenas nada del texto, pero a
cambio aprendemos mucho sobre el presunto lector.
Que quienes dicen a los cuatro vientos que no cumplirán una
sola ley que les impida seguir represaliando a quienes usan el español en
España achaquen a Wert que ataca el catalán, no dice nada de la Lomce. Y nada nuevo sobre ellos. Claro que
si la ley molesta a estos totalitarios, el lector inteligente podría concluir
que, al menos en ese punto, la Lomce no
tiene que estar mal del todo. Luego siempre queda la posibilidad de leerla para
comprobar o refutar la hipótesis.